La digitalización se despliega ante nuestra vista a pasos agigantados. Por dos vías: la emergencia de impresionantes nuevas empresas digitales, por una parte, y, por otra, la transformación hacia lo digital de todo los demás, desde las empresas productoras de bienes y servicios no digitalizadas (ni digitales) hasta las relaciones personales de no mercado. Todo se está pasando al digital.

La economía es cada vez más digital. El trabajo se desempeña de manera digital, la movilidad se organiza en digital, la producción de automóviles, alimentos, o sus transformados, se automatiza. Los servicios residenciales o de salud, también. El asesoramiento financiero, los seguros. La compra de todo tipo de artículos, o el intercambio de estos entre particulares se instrumenta mediante plataformas digitales, y la logística de la entrega de estos artículos también.

¿Queda algo? Claro que quedan actividades por digitalizar, pero muchas acabarán por digitalizarse en breve. Las donaciones a la iglesia o a las ONG, el micro-patrocinio, ya están digitalizados también. ¿Los servicios personales, los cuidados, el trato humano y “artesanal” de personas y cosas? Puede que también, eso no lo sé a ciencia cierta, aunque hay avances.

La transición hacia la plena digitalización de la economía no será sencilla, ni en el plano material (infraestructuras) ni en el plano operativo (modelos de negocio) ni en el plano laboral (el futuro del trabajo) ni, por fin, en el plano jurídico (la regulación). En cada uno de estos planos se están suscitando ya problemas no menores entre los formidables avances que se observan.

Multitud de empresas están viendo retrasados sus planes de digitalización (cuando son plenamente conscientes de su necesidad, que no todas lo son) por la sencilla razón de que todavía no han acabado de amortizar inversiones en su inmovilizado material. La digitalización no requiere necesariamente pesadas infraestructuras materiales, pero sí inversiones en intangibles y la gestión integral del cambio en el modelo productivo.

En el plano laboral, la digitalización exige la automatización de tareas, la amortización de una parte significativa de la fuerza laboral y/o de sus tareas más repetitivas y la incorporación de nuevos, y más avanzados, perfiles laborales y profesionales. La digitalización no va a traer necesariamente más desempleo, pueden crearse más empleos de los que se destruyan gracias a los robots, pero esta mecánica de sustitución ni es lineal ni indolora. Los empleos se perderán en unos ámbitos (territoriales, funcionales y empresariales) y se ganarán en otros. Aunque la ganancia neta sea enorme, habrá perdedores y ganadores.

El empleo que trae la digitalización, de momento, presenta dos caras. Una cara brillante, nutrida por las nuevas profesiones basadas en la ciencia de los datos, la informática avanzada, o la inteligencia artificial. Y una cara menos brillante nutrida por los empleos que aseguran la “última milla” de la logística material que, inevitablemente, requiere, por ejemplo, el e-commerce: la entrega de los bienes adquiridos o la prestación de un servicio personalizado.

Sin embargo, es, seguramente, en el plano regulatorio en el que se van a librar (ya se están librando) las batallas más ruidosas de la digitalización. El molde regulatorio de actividades como el transporte de viajeros con conductor (Uber, Cabify) o sin conductor (Blablacar) o los alquileres turísticos (Airbnb). En muchas de estas actividades, fuertemente reguladas, es el las que se expresan con más fuerza las grandes empresas digitales, basadas en avanzadas plataformas que gestionan automáticamente las operaciones.

El problema es que las regulaciones existentes, que limitan y a la vez protegen la actividad de los operadores convencionales, son manifiestamente insuficientes para dar cabida a la operación de las plataformas digitales. La economía digital no está bien regulada con el actual marco regulatorio. Muchas de sus operaciones pueden ser, incluso, calificadas de ilegales o, al menos, alegales. Ello es origen de innumerables conflictos y de ineficiencias enormes en la gestión de, por ejemplo, los recursos tributarios que emergen del normal desarrollo de las actividades productivas. Los tribunales locales, autonómicos, estatales y europeos están ya plagados de casos y sentencias para todos los gustos.

El principal motivo por el que la regulación convencional es un problema es que el poder de mercado que muchas regulaciones conceden a los operadores establecidos (los incumbents, en la terminología anglosajona) es incompatible con la entrada de los nuevos operadores digitales. Esta incompatibilidad no tiene nada de angélico, simplemente se trata de que los nuevos entrantes son una amenaza letal para las rentas monopolistas que obtienen los operadores establecidos como consecuencia de la protección que les otorga la regulación.

En este contexto, la alegalidad o ilegalidad, en su caso, en la que actuarían los nuevos entrantes debe verse más como el fruto de una legislación obsoleta que como el resultado de un deseo manifiesto de no cumplir con las normas. En otras palabras, los nuevos operadores no pueden actuar sin dejar de cumplir unas normas que, obviamente, no están diseñadas para regular la economía digital.

Este es el problema. Regulaciones que protegen a los establecidos y que impiden la entrada de nuevos operadores. O que siguen contemplando las actividades que regulan con criterios del S. XX, cuando no de siglos anteriores. Regulaciones que se resisten a dar paso a nuevos marcos legales que faciliten la extensión de la digitalización en todos los sectores de la economía, y que se apoyan en la reacción de los operadores convencionales establecidos y los propios reguladores sectoriales, a menudo “capturados” por los primeros.

La economía digital, claramente, requiere nuevas regulaciones, que todos los operadores puedan cumplir lo más cómodamente posible para desempeñarse sin dejar de pagar los impuestos que les corresponda, sin dejar desprotegidos a sus trabajadores y sin incumplir las normativas de seguridad y calidad de los bienes y servicios de cara a los consumidores.

No hay manera de transitar hacia la economía digital si no se abolen las viejas normativas, muchas de las cuales se han convertido en fortalezas que protegen modelos obsoletos en detrimento de los consumidores, y se instauran en su lugar nuevas normativas que garanticen la libre competencia de todos los operadores y, especialmente, la protección de los derechos de los consumidores y de los trabajadores. La libre competencia operará el milagro de proteger estos derechos de manera natural, al tiempo que estimulará un círculo virtuoso de “destrucción creativa”, innovación y renovación del tejido productivo.

Después de la “revolución neolítica” y la “gran revolución industrial”, la “revolución digital” es la tercera oleada de innovaciones que más está haciendo cambiar los hábitos de la sociedad humana. Es algo tan inmenso en la escala histórica, y sucede con tal aceleración a la vez, que no sabemos ni como llamarla y la confundimos con una revolución industrial más, ¿la cuarta, la sexta?. Esta percepción es claramente insuficiente y, a la postre, equivocada.

Estamos ante el barrunto de algo muy grande y muy transformador, potencialmente muy beneficioso para la humanidad. Este barrunto tienen sus heraldos, no precisamente transmisores de buenas noticias: los ciclistas de Deliveroo, por ejemplo. Pero no conviene equivocarse. Los trabajos van a ser decentes, pero no van a tener nada que ver con los actuales, los consumidores van a verse potenciados de maneras que todavía no conocemos. La educación tendrá que cambiar de arriba abajo si queremos cosechar las promesas de esta revolución, de la que somos conscientes como nunca antes la humanidad lo fue de las anteriores. La regulación también.

José Antonio Herce