El estanco es una vieja institución humana que se resiste a morir. Por buenas y malas razones. Durante siglos y milenios el acaparamiento de las ventajas competitivas, recursos o localizaciones privilegiadas ha sido el modus vivendi de tribus, gremios y naciones. La formalización administrativa de estas prácticas es tan vieja como la existencia de las primeras formas de administración en reinos, ciudades-estado o imperios. Pero la compulsión a crearlos constantemente se ha visto también siempre contrarrestada por la pulsión a derribarlos. Hoy, la tensión entre estas dos pulsiones sigue estando bien viva y coleando.

El estanco conviven dos motivos fundamentales, uno noble y el otro menos noble. El motivo noble para crear un estanco es la necesidad de recuperar los costes incurridos por la creación de un activo valioso. Este fue el recurso de muchos gremios medievales cuyos miembros estaban innovando de manera acelerada en ámbitos tales como la construcción y sus actividades auxiliares (vidrio emplomado). Las Cartas gremiales de la época son increíblemente prolijas en los requisitos que debían de cumplir los competidores para ser aceptados en ciudades de todo rango en la que ya había gremios constituidos.

El motivo menos noble, a menudo derivado del anterior, pero independiente en muchas ocasiones también, es la pretensión de monopolizar la extracción de una renta productiva o fiscal de un recurso o activo valioso otorgando al “estanquero” el monopolio de su explotación.

En España, el estanco administrativo más antiguo que se conoce es el de la sal, que se inició en el reino de Aragón en el S. XIV y en el reino de Castilla en 1564, creado por Felipe II. El estanco de la sal desapareció en nuestro país en 1869. Otro de los principales estancos españoles es el del tabaco, que tras varias iniciativas locales previas, se generalizó en los reinos de Castilla y León en 1650. El estanco del tabaco sigue vigente en la actualidad, justamente en los establecimientos de igual nombre, regulados por el Comisionado para el Mercado de Tabacos, aunque todas las demás actividades de la cadena (producción de la hoja, manufactura y distribución mayorista) han dejado de ser monopolios hace tiempo.

Hoy, también, un estanco del que se habla mucho sin referirse a él de esta manera es el de la movilidad en vehículos de servicio, léase taxis o VTC. Las licencias de taxi están estancadísimas, ya que no se ha emitido una sola licencia en décadas, mientras que las de VTC se debaten entre un imposible “1 a 30” (1 licencia VTC por cada 30 de taxi) y cualquier otra ratio hasta “1 a 3” que podría darse en algún caso, si todas las licencias de este tipo que están ahora mismo en el pipeline judicial acabarán siendo legalizadas.

Otro caso interesante es el del estanco de las plazas en apartamentos turísticos. Resulta que se atribuyen a plataformas como Airbnb terribles males, más bien derivados de su pésima regulación, y se recurre, como mejor política, al estanco de tales plazas; a las moratorias. Me tendrán que decir cómo se va a evitar que los alquileres sigan subiendo si se restringe el número de plazas. Mejor una buena liberalización que un monopolio, creo yo.

El estanco está de moda. El estanco de derecho o el de hecho. Porque es relativamente sencillo organizar un cartel para repartirse un mercado, y no digamos si el regulador sectorial mira para otro lado, como también suele suceder.

El estanco de los bienes y servicios, como no puede ser de otra manera, además, crea el estanco de la renta y la riqueza y, en definitiva, afecta a la creación misma de renta y riqueza y empobrece a la sociedad.

Los grandes monopolios del siglo pasado, en todos los países, se han desmantelado y sus divisiones resultantes han pasado a cotizar en los mercados bursátiles. Las nuevas grandes empresas tecnológicas, por ahora, también han optado por cotizar en bolsa. Esto ha hecho milmillonarios a los fundadores de las mismas y a sus círculos originales de accionistas, pero también ha beneficiado enormemente a una miríada de inversores populares. Pero la última tendencia, marcada por Tesla, es la de retirar del mercado de capitales a algunas de estas compañías o no sacarlas a cotización en absoluto. Esto es preocupante.

Por una parte, obedece a la necesidad de los fundadores de desembarazarse de las pesadas obligaciones de transparencia con sus accionistas (que no siempre sirven para evitar catástrofes). Pero también responde a la necesidad de eludir el contraste de los mercados en la confianza de que siempre habrá inversores relevantes que apostarán por la empresa entusiasmados por la visión de su líder. No sin resultados por delante, convendría decir, y ya veremos.

Si ahora resulta que las nuevas grandes empresas tecnológicas, muchas de ellas pequeñas “startups” en sus inicios, se mantienen o acaban siendo no cotizadas, sin que se pueda maldecir a sus dueños por ello, habrá que concluir que estaremos asistiendo al final de una fase del capitalismo que, a pesar de sus muchos defectos, ha tenido indudables beneficios para las clases medias y la sociedad. Y eso que, a decir verdad, las clases medias no han acabado de entender eso del “capitalismo popular”.

El estanco se perpetúa de muchas maneras. Y, en el S. XXI, adopta nuevas formas, además de mantener las propias del siglo precedente. Todo ello en detrimento de una distribución más horizontal del conocimiento, la riqueza y la renta. Porque el talento sigue igual de bien o mal distribuido que lo estaba cuando nuestra especie sapiens dio sus primeros pasos. Al menos, mientras los individuos más talentosos mantengan la misma capacidad de pasar sus genes que los menos talentosos, que a lo mejor no es así. Y eso en el supuesto de que el talento se herede, que tampoco tiene por qué serlo.

José Antonio Herce