Si no existiera el comercio, habría que inventarlo. En los establecimientos comerciales el público encuentra lo que necesita para el desempeño de su vida cotidiana, a menudo, lo que necesita decisivamente. Pero, en un acto de compra, hay que desplazarse a ellos y para ello no vale cualquier hora ni cualquier día. Los establecimientos comerciales, por muy buenas razones, cierran durante muchas horas al día y también algunos días a la semana e, incluso, unas semanas al año.

Los individuos, por su parte, pasan bastantes horas al día y días a la semana trabajando. Sucede, sin embargo, y esto es verdaderamente inexplicable, que las horas y días en los que los establecimientos comerciales abren al público coinciden bastante con las horas y días en los que la gente está trabajando.

Estas rutinas son obvias y deberían sorprender a nadie. Pero me he permitido comentarlas porque, a pesar de los avances importantes que se han dado para romper esta enorme sincronía de horarios en España, el solapamiento de horarios comerciales y laborales continúa siendo enorme. Ello es una fuente incesante de frustración para los individuos y de ineficiencias para todos.

Los avances a los que me refiero han consistido, principalmente en la ampliación y liberalización de horarios y días de apertura en determinados tipos de comercios y/o ciudades y autonomías. No sin ridículas batallas de gran impacto social, en algunos casos, como el de las farmacias de 12 o 24 horas, o de 7 días hace ya unos cuantos años, por ejemplo.

Menores han sido los avances en materia de conciliación, la única manera de poder “hacer las compras” para el hogar y personales en ausencia de un verdadero impulso liberalizador de horarios y días de compra en el sector. La conciliación entre las actividades laborales y el cumplimiento de las tareas familiares y personales está siendo un relativo fracaso. La rigidez de los horarios comerciales es solo comparable a la de los horarios laborales y están todavía por llegar en España impulsos decisivos para que las empresas lo comprendan.

Pero, lo que de verdad está retando a los horarios comerciales es el comercio electrónico. Desde hace mucho tiempo, afortunadamente, ya es posible adquirir un billete de tren a las tres de la madrugada, si a uno le apetece hacerlo en ese bendito horario. Además, el comercio electrónico ahorra una enormidad de costes de intermediación, ya que elimina dichos eslabones y permite al cliente realizar su compra directamente al “fabricante”.

El comercio electrónico, quizá ante el disgusto de algunos de sus propios promotores, está compitiendo con el comercio presencial y a menudo vampiriza, dentro de un mismo comercio a las divisiones presenciales. No solo Amazon, que nunca pensó en poner tiendas que dieran a “Main Street”, salvo, oh paradoja, recientemente, tiene comercio electrónico, sino también cualquier tienda que se precie. Esta competencia es muy saludable y ha acabado imponiéndose en todas las cadenas y tiendas de cierta escala. Pero el comercio presencial sigue siendo mayoritario porque muchos establecimientos no pueden abordar el canal digital ni la logística que conlleva. En este caso, la competencia del comercio electrónico puede ser letal si los horarios no se liberalizan.

O, porque, a los individuos les gusta “ir de compras” cuando pueden hacerlo. La compra presencial ofrece una experiencia que puede ser única en los nuevos espacios comerciales, sean estos grandes o pequeños. El “pequeño comercio” está floreciendo, por la sencilla razón de que se ha reinventado justamente en este sentido. Y lo ha hecho al calor de los nuevos estilos de vida y, allí donde puede, del uso de días y horarios radicalmente opuestos a los que el viejo-pequeño-comercio-que-languidece sigue negándose a realizar sus servicios.

Pero hay otra razón para reivindicar horarios más flexibles en una gran variedad de ciudades y centros de las mismas: el turismo, especialmente el turismo de compras. Obviamente, si los turistas viajan en los finen de semana e inundan las capitales, ciudades y villas de mayor atractivo turístico, cultural o monumental, carecería de sentido que los comercios (casi todos los comercios) estuviesen cerrados en estas localidades. Es como si los museos cerrasen los sábados (que a veces sucede).

Poco a poco, esta realidad se está imponiendo, dando a los residentes habituales de estas localidades y distritos la oportunidad de realizar sus compras sin interferencia con sus horarios laborales. Pero no deja de ser curioso que los residentes acaben beneficiándose de un “privilegio” que se les confiere a los turistas, no a ellos. Como igual de inaceptable es que los residentes de ciudades o distritos no turísticos carezcan de este privilegio.

Hay, además, un argumento potentísimo para acometer decididamente en España la liberalización de los horarios y días comerciales: las enormes ganancias de bienestar que obtendrían los consumidores al poder realizar sus compras fuera de los tiránicos horarios laborales, en días en los que puedan desearlo más por la posibilidad de combinar las compras con actividades de ocio, o en ocasiones en las que deban resolver alguna necesidad de “última hora”.

La liberalización de horarios debe inspirarse, en realidad, en este principio del bienestar de los consumidores y usuarios.

Que ello obligue a los comerciantes modestos a una competencia brutal e injusta, como suele aducirse, con las cadenas de tiendas que pueden permitirse arbitrar recursos humanos para permanecer abiertas 24/24, 7/7 y 12/12, es un argumento que solo puede admitirse en parte. Lo mismo que el argumento de que la libertad de horarios precariza el empleo de los dependientes de estas tiendas y comercios.

En primer lugar, el “pequeño comercio” está cambiando. Puede que en buena hora muchos comercios convencionales estén desapareciendo. Lo hacen al ritmo al que se jubilan sus propietarios, a quienes sus hijos, si es que los tienen, se niegan a suceder al frente de dicha convencionalidad. Por otra parte, el pequeño comercio de nuevo cuño, especializado, experiencial y de valor añadido, está floreciendo allí donde se adapta a los estilos de vida de las nuevas generaciones de compradores. Las tiendas de nicho y culto vuelven, la experimentación es constante, las pop-up stores, surgen, nunca mejor dicho, como setas, etc. Alumbradas por gente joven y distinta, tanto compradores como tenderos, a quienes les gustan los otros horarios y días para comprar.

Frente a las ganancias de bienestar, ahorros de tiempo, planificación abierta y, a la postre, mejor conciliación que permite la libertad de horarios comerciales, palidece la defensa numantina de los últimos reductos del viejo comercio. El empleo aumenta cuando hay libertad de horarios, como muestran múltiples informes y estudios. Los precios a los consumidores se reducen, porque la libertad de horarios implica más competencia comercial y un mayor giro de los establecimientos.

La libertad de horarios no obliga a los comerciantes a abrir sus establecimientos si no lo desean, aunque la competencia sí obliga. Pero es el comercio electrónico el que acabará con los comercios presenciales que no sepan adaptarse y la libertad de horarios es una vía para ello, además de la profundización en la experiencia de la compra presencial.

Así las cosas, no se entiende que los reguladores no faciliten a los comercios la posibilidad de adaptarse liberalizando las normativas pertinentes. En Europa, España es un país retrasado en esta materia y en España solo se salva la Comunidad de Madrid que admite la apertura de comercios en todos los festivos del año. Pero hay más de una comunidad autónoma, con ciudades turísticas de primera categoría, como el País Vasco y Navarra, en las que no se permite abrir ningún día festivo.

Se puede entender la resistencia de los cada vez menos afectados por la libertad de horarios, pero no se puede entender la complicidad de los reguladores que dan la espalda al interés mayoritario. El caso de estos últimos es como el de quien se niega a ir oftalmólogo por si le diagnostica una miopía.

 

Publicado en Actualidad Económica (Expansión).

José Antonio Herce