No hace falta ser lafferiano para concebir la idea de que es bien posible que persiguiendo un resultado mediante medidas confiscatorias o prohibicionistas consigamos, precisamente lo contrario. Basta con tener algo (no mucho) de sentido común para verlo. Pero, puesto que el sentido común es el menos común de los sentidos, han tenido que salir los lafferianos para compensarlo. Y así nos va.

El caso es que, como bien recordarán los mayores (pena que ya no se habla de esto), la Volstead Act americana, más conocida como la Ley Seca, que estuvo vigente en ese país entre 1920 y 1933, provocó un coste sensiblemente mayor al del alcoholismo. A su amparo florecieron el mercado negro, el contrabando y tráfico ilegal de bebidas incluso falsificadas, los monopolios del crimen y el hampa organizada, la corrupción de los políticos, el trabajo sumergido y la economía irregular. Nada menos.

Su impacto negativo fue enorme, así como la desmoralización de la sociedad y la distorsión al aparato productivo regular ya bastante tocado por el proteccionismo primero y la gran depresión después. Vamos, como para repetirlo.

Pues si pensábamos que ese lamentabilísimo error de política económica (y de economía política, a la vez) había inoculado a los políticos contra la tentación de prohibir, cometemos un error.

Se siguen prohibiendo muchas actividades cuyos males en blanco son bastante menores que los que se producen en negro. O si no se prohíben, a muchas actividades se las carga con impuestos que son confiscatorios, es decir, que gravan sobremanera dichas actividades o ciertas rentas, sin ofrecer contrapartidas. Y que las disuaden, al menos, de quedarse en geografías al alcance del fisco interesado buscando refugio bajo cielos más protectores o, a menudo, matándolas antes de nacer.

La fiscalidad confiscatoria también alumbra a todos los males del prohibicionismo. Hay una fina línea que las separa y, sin embargo, casi nadie la ve.

La competencia solo florece en un suelo en el que se dan la transparencia, no el ocultismo, la libertad, no el intervencionismo, la madurez de los consumidores, no el paternalismo hacia ellos, y la buena regulación, no el afán recaudatorio o el comisariado político.

Prohibimos el tabaco, el alcohol, las drogas todas, las centrales nucleares, los coches, el nudismo. Naturalmente, prohibimos el crimen que, a menudo, viene asociado a algunas de las prohibiciones anteriores. Lo hacemos en mayor o menor grado. El prohibicionismo absoluto es una prerrogativa de Leviatán, lo concedo gustoso, y debe usarse cuando un bien superior (como la vida, la integridad de las personas y la propiedad) están en riesgo. Debe prohibirse y perseguirse a los infractores de esas prohibiciones porque, si no, la sociedad estaría en peligro también.

Pero en cada tiempo y lugar deben revisarse algunas prohibiciones porque, sencillamente, pueden ser contraproducentes o, en el mejor de los casos, han quedado obsoletas. La prohibición de fumar en ciertos lugares o a ciertas edades es oportuna para evitar daños a terceros y/o daños futuros a propios que carecen todavía del discernimiento necesario (difícil cuestión, especialmente si se liga solo a la edad…). Debe prohibirse el que ciertos vehículos circulen por determinados lugares en determinados momentos, o los costes de no hacerlo serán superiores a los de hacerlo. Deben prohibirse actividades productivas que sean nocivas para la salud, o indebidamente llevadas por sus promotores y susceptibles, por tanto, de provocar tales consecuencias (el ruido en locales de ocio, por ejemplo, no los locales mismos). La prohibición de las drogas, sin lugar a dudas, no debería estar igualmente indicada para todas ellas.

La confiscación fiscal también tiene muchos matices (casi tantos como entusiastas), quizá mas que la prohibición. Es muy difícil saber objetivamente cuándo una determinada fiscalidad es confiscatoria. Pero si la fiscalidad al tabaco, el alcohol o el carbono (para cuando ésta, por cierto) está provocando la emergencia de actividades irregulares o ilegales a su alrededor (y les aseguro que la gama es enorme) que son difícilmente detectables, a pesar de los imponentes aparatos controladores o represivos existentes, y que están creando serios perjuicios a la sociedad y la economía, pues hay que actuar.

El tabaco mata, pero el tabaco irregular (incluso falsificado) mata más porque es más barato y de peor “calidad”. Y lo mismo puede decirse del alcohol y de la gasolina. No se crean, estamos hablando de sectores que, solo en legal, ocupan parcelas del PIB, el empleo y la recaudación fiscal enormes. Luego, si no acertamos con el enfoque regulatorio (en sentido amplio y smart, claro) y lo reducimos todo al aparato prohibicionista y confiscador tendremos (o provocaremos) serios problemas.

Cuando se prohíbe y se confisca, aparte de todos los efectos mencionados al principio, se genera un mundo muy especial. Hay que crear leyes y cuerpos represivos. Hay que especializar a un aparato judicial muy importante también en esta línea. Todo ello absorbe recursos y los detrae de otras actividades necesarias. Pero todo este aparato requiere de equilibrios muy peculiares para ser efectivo. De lo contrario sería contraproducente.

Frente a las actividades (y los promotores de las mismas) que violan las prohibiciones y la fiscalidad, hay que tener la capacidad de identificarlas, llevarlas ante un juez y fallar en su contra con castigos suficientes. Si la probabilidad de cazar a los delincuentes, multiplicada por la de sentenciarlos a un castigo, y este producto, multiplicado por el valor económico del castigo, es menor que el beneficio que obtienen los violadores de la ley, entonces siempre habrá violadores de la ley y tantos más cuanto mayor sea la ganancia neta esperada de delinquir, en esta y en cualquier otra materia.

Muy primariamente expuesta, esta es la aritmética elemental del crimen, y creo que no está bien resuelta en muchos casos. El prohibicionismo y la fiscalidad confiscatoria no solo son enemigos potenciales de la competencia, también lo son de la buena sociedad.

José Antonio Herce